martes, 9 de diciembre de 2014

Reconociendo la Mortalidad

Hay, a lo largo del año, una fecha insoslayable en mi calendario. Una ocasión para asomarme al abismo de lo efímero. Una celebración orgiástica de la fragilidad humana. Es el momento de enfrentarme con mi propia mortalidad, mirarla cara a cara, y decirle: pues sí, voy a morir, ¿y qué conclusiones sacas de todo esto?

Los reconocimientos médicos se han tornado en pruebas de difícil superación.

Antes iba alegremente, creyendo que no pasaba nada. Un poco de bilirrubina quizá; la GPT alta. Bueno, claro. Por estadística, era probable que un reconocimiento se viera precedido de alguna jarana en donde la ingesta alcohólica fuera algo más excesiva de lo que una perspectiva de seguridad vial entiende por aconsejable. Ahora, en cambio, es difícil que mi pituitaria haya siquiera olido el amargor de los taninos en los días, e incluso semanas, previos a la hora R. Y los resultados son sensiblemente peores. Puede que sea yo el que haya variado la percepción. No sé, antaño recuerdo que era como si eso de morir no fuera conmigo. Desde luego, era consciente de que moriría, pero lo veía como una gestión muy distante como para preocuparse en prepararla. Ahora pienso que la diabetes, por ejemplo, es como un posit en mi espíritu colocado para que no olvide mi mortalidad.

Supongo que las cosas van cambiando. Y diréis que son cosas de la edad, aunque, si me permitís la solicitud, os agradecería que nadie me dijera algo así: resulta de lo más manido. Y, de todas formas, no creo sinceramente que la edad tenga nada qué ver. Otros afrontan cosas peores e incluso a edades mucho menores que yo, y otros no afrontan nada hasta que son octogenarios.

Con las medidas de marketing del ahorro adoptadas por la Junta me he librado de tener que pasar un reconocimiento médico anual. Ahora el susto es bianual, y mi serenidad lo agradece. Mi serenidad empieza a estar algo sensible tras tanto sobresalto. Con este nuevo sistema, además de ahorrar unas pelillas al Estado, (que sin duda derrochará alegremente en cosas más útiles que yo, como mapear el clítoris o invertir en viajes a Canarias para senadores apasionados), puedo pasar un año sin conocer qué nuevo mal se está gestando en mi interior, esperando acechante la ocasión para acabar conmigo. Quiero decir que, si ninguna de las otras enfermedades que me han descubierto logra terminar el trabajo, la recién llegada tendrá su oportunidad. No puedo asegurar que no lo piense a veces. Me imagino cuántas enfermedades mortales no tendré ocultas en algún recóndito –la palabra recóndito difícilmente se puede asociar conmigo dado mi peso en la actualidad, pero no se me ocurre otra mejor- y oscuro vericueto de mi organismo, frotándose las manos con fruición, a la espera del inminente final.

En mi último reconocimiento, del que, siguiendo alguna sádica directriz para prolongar mi agonía, aún no tengo resultados definitivos, me han detectado una PQ reducida. Dicho así, seguramente, a la mayoría, no os diga nada. La primera pista para relajar un poco la cara de haba, es que la PQ está relacionada con una prueba: el electrocardiograma. Quizá algunos sepáis ya de mi desafortunada herencia genética en relación con los problemas cardiacos. Hay una importante rama de mi familia que no se ha caracterizado por poseer un corazón fuerte. Corazón de león, así es como jamás nos han llamado, si queréis saberlo. 

Ahora mismo, estoy a una pequeña onda delta para el colapso total. Bueno, es posible que no tenga esa onda delta, al menos todavía. A lo mejor nunca la tengo y esto no sea nada más que una pequeña anomalía en la prueba. En este sentido, la médico que me ha explorado, -y debo aclarar que me exploró tan sólo médicamente- no ha querido ir más allá. Me ha recomendado que vaya a mi médico de cabecera, para que me repita el electro y decida, en su caso, mandarme al cardiólogo. Lo bueno de todo esto es que no me dan chungos ni vahídos. Que no me den chungos ni vahídos es buena señal, según tengo entendido. Los chungos y vahídos nunca auguran nada bueno. Si me hubiera dado algún desvanecimiento, seguramente ahora en lugar de estar escribiéndoos unas melancólicas líneas informativas mientras trato de tomármelo con humor, os estaría escribiendo unas aterradas líneas de despedida mientras trataba de tomármelo con entereza de espíritu.

El caso es que mientras siga por aquí, seguiré tratando de contaros cosillas. Por ahora ya he narrado bastante, quedémonos con lo bueno, sin olvidarnos que toda situación tiene una enseñanza que darnos. En este caso, creo que todos hemos aprendido que una PQ reducida no es especialmente preocupante si no hay cerca una onda delta.

1 comentario:

  1. Ya sabes, no te puedes morir hasta que no plantes un árbol, escribas un libro y tengas un hijo. El árbol probablemente ya lo hayas plantado, aunque sea inconscientemente evacuando detrás un arbusto un soleado día de campo. El libro lo has parido recientemente. Y el hijo sé de buena tinta que aún no lo tienes. Eso te salva. A menos que... Alguna esté esperando a que suban las ventas de tu libro para darte la terrible noticia: "¡Lupiáñez, éste es tu retoño!" Y entonces será cuando el corazón se te colapse. Aunque nunca se sabrá si por lo de las ondas delta o por el susto. Paradójicamente para evitar algo así, ¡Dios quiera que no vendas demasiado!

    ResponderEliminar