Hay, a lo largo del año, una fecha insoslayable en mi calendario. Una
ocasión para asomarme al abismo de lo efímero. Una celebración orgiástica de la
fragilidad humana. Es el momento de enfrentarme con mi propia mortalidad,
mirarla cara a cara, y decirle: pues sí, voy a morir, ¿y qué conclusiones sacas
de todo esto?
Los reconocimientos médicos se han tornado en pruebas de difícil
superación.
Antes iba alegremente, creyendo que no pasaba nada. Un poco de
bilirrubina quizá; la GPT alta. Bueno, claro. Por estadística, era probable que
un reconocimiento se viera precedido de alguna jarana en donde la ingesta
alcohólica fuera algo más excesiva de lo que una perspectiva de seguridad vial
entiende por aconsejable. Ahora, en cambio, es difícil que mi pituitaria haya
siquiera olido el amargor de los taninos en los días, e incluso semanas,
previos a la hora R. Y los resultados son sensiblemente peores. Puede que sea
yo el que haya variado la percepción. No sé, antaño recuerdo que era como si eso
de morir no fuera conmigo. Desde luego, era consciente de que moriría, pero lo
veía como una gestión muy distante como para preocuparse en prepararla. Ahora
pienso que la diabetes, por ejemplo, es como un posit en mi espíritu colocado
para que no olvide mi mortalidad.
Supongo que las cosas van cambiando. Y diréis que son cosas de la edad,
aunque, si me permitís la solicitud, os agradecería que nadie me dijera algo así:
resulta de lo más manido. Y, de todas formas, no creo sinceramente que la edad
tenga nada qué ver. Otros afrontan cosas peores e incluso a edades mucho
menores que yo, y otros no afrontan nada hasta que son octogenarios.
Con las medidas de marketing del ahorro adoptadas por la Junta me he
librado de tener que pasar un reconocimiento médico anual. Ahora el susto es
bianual, y mi serenidad lo agradece. Mi serenidad empieza a estar algo sensible
tras tanto sobresalto. Con este nuevo sistema, además de ahorrar unas pelillas
al Estado, (que sin duda derrochará alegremente en cosas más útiles que yo, como
mapear el clítoris o invertir en viajes a Canarias para senadores apasionados),
puedo pasar un año sin conocer qué nuevo mal se está gestando en mi interior, esperando
acechante la ocasión para acabar conmigo. Quiero decir que, si ninguna de las
otras enfermedades que me han descubierto logra terminar el trabajo, la recién
llegada tendrá su oportunidad. No puedo asegurar que no lo piense a veces. Me
imagino cuántas enfermedades mortales no tendré ocultas en algún recóndito –la
palabra recóndito difícilmente se puede asociar conmigo dado mi peso en la
actualidad, pero no se me ocurre otra mejor- y oscuro vericueto de mi
organismo, frotándose las manos con fruición, a la espera del inminente final.
En mi último reconocimiento, del que, siguiendo alguna sádica directriz
para prolongar mi agonía, aún no tengo resultados definitivos, me han detectado
una PQ reducida. Dicho así, seguramente, a la mayoría, no os diga nada. La
primera pista para relajar un poco la cara de haba, es que la PQ está
relacionada con una prueba: el electrocardiograma. Quizá algunos sepáis ya de
mi desafortunada herencia genética en relación con los problemas cardiacos. Hay
una importante rama de mi familia que no se ha caracterizado por poseer un
corazón fuerte. Corazón de león, así es como jamás nos han llamado, si queréis
saberlo.
Ahora mismo, estoy a una pequeña onda delta para el colapso total.
Bueno, es posible que no tenga esa onda delta, al menos todavía. A lo mejor
nunca la tengo y esto no sea nada más que una pequeña anomalía en la prueba. En
este sentido, la médico que me ha explorado, -y debo aclarar que me exploró tan
sólo médicamente- no ha querido ir más allá. Me ha recomendado que vaya a mi
médico de cabecera, para que me repita el electro y
decida, en su caso, mandarme al cardiólogo. Lo bueno de todo esto es que no me
dan chungos ni vahídos. Que no me den chungos ni vahídos es buena señal, según
tengo entendido. Los chungos y vahídos nunca auguran nada bueno. Si me hubiera dado algún desvanecimiento, seguramente ahora en
lugar de estar escribiéndoos unas melancólicas líneas informativas mientras
trato de tomármelo con humor, os estaría escribiendo unas aterradas líneas de
despedida mientras trataba de tomármelo con entereza de espíritu.
El caso es que mientras siga por aquí, seguiré tratando de contaros cosillas. Por ahora ya he narrado bastante, quedémonos con lo bueno, sin olvidarnos que
toda situación tiene una enseñanza que darnos. En este caso, creo que todos hemos aprendido que una PQ reducida no es
especialmente preocupante si no hay cerca una onda delta.
Ya sabes, no te puedes morir hasta que no plantes un árbol, escribas un libro y tengas un hijo. El árbol probablemente ya lo hayas plantado, aunque sea inconscientemente evacuando detrás un arbusto un soleado día de campo. El libro lo has parido recientemente. Y el hijo sé de buena tinta que aún no lo tienes. Eso te salva. A menos que... Alguna esté esperando a que suban las ventas de tu libro para darte la terrible noticia: "¡Lupiáñez, éste es tu retoño!" Y entonces será cuando el corazón se te colapse. Aunque nunca se sabrá si por lo de las ondas delta o por el susto. Paradójicamente para evitar algo así, ¡Dios quiera que no vendas demasiado!
ResponderEliminar